«Como en los tiempos de Virgilio», por Manuel Vincent

Cultura es lo que los cultos llaman cultura, pero si el tribunal que decide el ingreso en la universidad lo formaran un agricultor, un pescador, un albañil y un carpintero, con toda seguridad, ni Unamuno ni Ortega ni Marañón hubieran aprobado el examen. Imaginen a Ortega y Gasset, hecho ya todo un filósofo, sentado frente a este tribunal popular de cultura básica. El agricultor le muestra un nabo y una remolacha y le pregunta si sabe distinguirlos. Nada. Suspendido. Imaginen a Unamuno devanándose los sesos a la hora de discernir la diferencia entre una sepia y un calamar, entre una dorada y una lubina. Nada. Y a Marañón ante el problema de manejar la plomada para levantar un tabique o fabricar una mesa de 2 patas. Total, 3 calabazas.

Cuando mi amigo decidió abandonar la ciudad y volver al pueblo con su pareja se consoló imaginando que podría ser más sabio que Ortega, Unamuno y Marañón si en adelante lograba vivir de su propia sobriedad habitando la vieja casa y cultivando una pequeña huerta abandonada que le habían dejado sus padres ya muertos. Ese regreso a sus raíces no lo habían realizado por seguir la moda de la felicidad hortofructícola. Era la única salida que les quedaba después de haber agotado la subvención del paro y sin otro horizonte, los 2 con 50 años ya cumplidos, que la vida por delante. Él era un periodista económico de un diario que había cerrado y ella había sido secretaria de un alto directivo de unos laboratorios de farmacia. No tenían ninguna experiencia, pero no les parecía tan difícil plantar tomates, pepinos y calabacines, fresas, pimientos y berenjenas. Bastaba con consultar uno de esos libros que te enseñan a ser agricultor en 15 días.

Les llevó un tiempo instalarse. Con sus últimos ahorros primero adecentaron la vieja casa, restauraron con las propias manos algunos muebles, limpiaron el corral y levantaron de nuevo el gallinero, podaron la parra, plantaron un jazminero,  sanearon el aljibe, el cuarto de baño y la cocina. Después de blanquear con cal las habitaciones, el zaguán y la fachada montaron el equipo de música, la biblioteca y dispusieron mecedoras y sillas de enea junto a la chimenea. Poco a poco fueron conociendo a los vecinos del pueblo en la panadería, en el pequeño colmado, en el bar de la plaza. Un pariente lejano, que era labrador, enseñó al economista lo más rudimentario del cultivo de la huerta. Una hectárea de buena tierra podía dar frutas, verduras y hortalizas suficientes para casa e incluso para vender el resto por internet.

Para vivir en el pueblo era necesario acomodar el alma al silencio, a los sonidos naturales de las herramientas, a las campanas de la iglesia, a los gritos de las vecinas desde las ventanas, a los ladridos de los perros. También había que acomodar el reloj biológico al ritmo de los días y las horas, vestir la ropa usada que sacaban del arcón, cada año más fuera de moda y por eso más elegante. Él había puesto un anuncio para dar clases particulares de Inglés y Matemáticas a los chavales del pueblo. Ella trató de aprovechar su experiencia en los laboratorios de farmacia para crear una web desde la cual podría hacer un negocio de plantas medicinales que recogía del campo para remediar artritis, depresiones, anorexias y la adicción a las drogas.

Al poco tiempo el economista ya sabía más de pulgones, de semillas, de babosas y de esquejes que de los bonos del tesoro, del PIB y del Ibex. Todo su interés se había volcado en la rotación de los cultivos. En primavera habas, alcachofas, guisantes, espárragos y patatas. En verano tomates, judías verdes, pimientos, berenjenas y melones. En otoño, zanahorias, nabos, cebollas y ajos. Y así hasta que volviera a dar la vuelta.

El economista recordó que en uno de sus viajes a Nueva York muchas de las calles y avenidas estaban marcadas con la huella de unos pies de color verde que conducían desde Central Park a un pequeño huerto de lechugas que un ecologista había plantado en el Village. Ese pequeño huerto neoyorquino, apenas de 50 metros cuadrados, se convirtió en un paradigma de su conversión a la vida natural. Esta pareja trató de regenerarse no sólo respirando aire puro sino librándose de otra polución mucho más maligna. No tenían televisión, no oían la radio y sólo de vez en cuando echaban un vistazo a algún periódico atrasado, ya pringoso, en el bar donde se anunciaba una próxima hecatombe que tampoco esta vez había llegado. Al cabo de un año el economista ya tenía clientes que le compraban por internet toda clase de verduras y hortalizas. La mujer estaba aprendiendo a dar masajes tailandeses y en menos de un año había hecho famosas en el pueblo sus tartas de bizcocho perfumadas con hierbas silvestres. Sus 2 hijos estaban perdidos por algún país de Europa y se comunicaban con ellos una vez a la semana. “¿Cómo va la cosecha de calabazas?”, preguntaban con ironía. El padre, siempre contestaba: “Como en los tiempos de Virgilio”

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